jueves, 8 de julio de 2010

La maldición

LA MALDICIÓN

Allí estaba, solitario, el narrador sobre su papel. Allá, en la esquina  del fondo de la habitación, enfrentado cara a cara contra su tarea creadora. Su pluma rasgaba el papel con ansia, de izquierda a derecha primero, pero implacable en su imparable descenso.  Cuando la hoja cedía, no había tiempo que perder para atacar a la siguiente.  Y a la siguiente. ¡Y a la siguiente! … y a la siguiente…

… el ritmo comenzaba a disminuir. Poco a poco, el frenesí narrativo que se respiraba en aquel rincón se iba atenuando…  

Finalmente, se detuvo por completo.

 El escritor apagó la lámpara y se echó hacia atrás perezosamente en la silla, una de sus infatigables compañeras de trabajo.  Soltó de entre sus dedos, lentamente, a otra de estas compañeras, la pluma.  Su pecho oscilaba arriba y abajo tras sus ropas, empapadas con el sudor de toda aquella larga jornada. Y es que ya era bien entrada la noche. Pero…

Por fin, bajo la tenue luz proyectada por las llamas de la chimenea en la habitación. Por fin, tras permanecer absorto en su trabajo durante las últimas horas en una interminable vigilia. Por fin, tras incontables días invertidos en elaborarla. Hoy había sido el día. Al fin, y de una condenada vez, había acabado La obra de su vida. La obra de su vida…  Los cientos de folios que la componían, garabateados con su letra grande y descuidada, descansaban sobre la mesa formando dos enormes montículos de celulosa.

Suspiró. Y es que ante él tenía años de labor, la historia que siempre había querido contar. Era una auténtica obra maestra. Magnífica. Sublime. Su obra maestra. Su obra magnífica. Su obra sublime.  Con la mente abotagada por el sueño, se sentía incapaz de recordar cuánto tiempo llevaba sumido en ella. Aunque quizá el término apropiado no sea abotagada, pero es que es difícil de explicar.  Es aquella sensación, mezcla de agotamiento y euforia, en que uno se encuentra cuando tras estar inmerso horas y horas en cierta actividad, la finaliza sintiendo un éxito rotundo.  Simplemente os sugiero que recordéis cómo os encontráis cuando os pasa algo así. Porque esa, esa sí es una buena descripción.

Se levantó. Dos, cuatro, ocho pasos, y aterrizó de nuevo, ahora en el viejo sofá de la estancia, situado frente a la chimenea. Él era la satisfacción personificada. De nuevo bufó, para acto seguido tender la cabeza hacia atrás, componiendo una mueca de alegría. Cerró los ojos, intentando descansar. Sintió cómo su mente al fin se relajaba, cómo le habían comenzado a doler las sienes por el mero hecho de no pensar.  También percibió el fantástico contraste entre el calor de la hoguera a diestra y el vigorizante viento de medianoche a siniestra. Estiraba las manos, cada uno de los dedos, tensos tras horas de continuo garabatear.

Se encontraba sin hacer absolutamente nada. En calma. Sintiendo paz…

Ojos abiertos. Incorporó bruscamente su torso, la cara reflejaba un gesto de alarma y concentración. La mirada fija al frente. Con gesto brusco, se levantó y prácticamente corrió de nuevo hasta la mesa. Le dio la vuelta a una de las montañas de celulosa, tomó un taco de hojas de la nueva parte superior, y comenzó la lectura de la historia. Su mirada recorrió de izquierda a derecha el primer párrafo.

Después fue su mano la que primeramente llevó la pluma primero al tintero, acto seguido a tachar todo aquel comienzo.  

Con énfasis, prosiguió la lectura. Segundo párrafo. Y segunda tanda de líneas horizontales. Siguiente…  Conforme avanzaba, la tinta no hacía sino surcar el papel,  que se componía cada vez por más y más paralelas. Así, el creador redescubrió las primeras páginas de Su obra de un modo y en un contexto que hasta ese instante no habría podido imaginar.  Llegado un punto, paró.  El sueño le estaba comenzando a dominar de forma más que evidente.  Había recorrido ya todo el primer capítulo. Miró las hojas que lo componían, primero por el reverso, luego por el anverso, y todas cruzadas por una perfecta sucesión de rayas.  No podía ser posible, tendría que estarse equivocando. Efectivamente, aquel era el momento de dormir: la compañera almohada y el tiempo siempre dan una visión más objetiva de las cosas, y si de algo disponía tras tanto trabajo en la historia, precisamente eran minutos, días y meses. El fallo no vendría de presuntos problemas con las manecillas.

Cuando despertó, un par de horas después, volvió a tomar aquellas páginas, y las volvió a contemplar por ambos reversos, con un cierto aire sorprendido.

Y las arrojó a la aún crepitante chimenea.  Aquello era mierda.

Pasó a las siguientes partes de la historia. Durante las siguientes horas, la purga fue implacable: toda Su obra terminó allí donde las primeras líneas habían prendido, capítulo a capítulo primero, página a página más adelante. Intentaba reescribir pasajes, pero tras una nueva lectura, también eran erradicados. Era un relato lamentable, como poco muy mejorable.  Al final, llegó a un punto en el que incluso troceaba los folios antes de hacerlos pasar a formar parte de tiempos pretéritos, simplemente por tener una mayor sensación de que habían desaparecido de este mundo. No estaba nada satisfecho con aquella historia. Nada, nada satisfecho.  Sólo lo último que había escrito se libró del castigo. Comenzaría de nuevo a componerla, ahora desde el final… Seguro que podía mejorar.  Mejor dicho. Creía que era completamente imposible que no pudiera mejorarla.

 

Ése, ése sentimiento, es precisamente la maldición del escritor.